LA
ERMITA DEL BARRIO
(CRÓNICA)
Ya
casi no los recordaba. Al menos no tan a
menudo como al principio. Había llegado
a ese punto —más triste, por cierto— en que el olvido nos sorprende
arrebatándonos a nuestros muertos. Pero
ese día era distinto. Ese día ella no
había podido dejar de pensar en Francisco Meléndez, su esposo, y en su hijo
mayor, Juan José, que ese año habría cumplido veinticuatro. ¡Cómo les hubiera gustado estar allí,
formando parte de la celebración! Al fin
y al cabo, cuando se fueron a pelear contra las tropas de Walker, no lo habían
hecho pensando tanto en Costa Rica —que no dejaba de ser una abstracción en la
mente de aquellos agricultores—, sino en ese pedazo de tierra suya que estaba
entre dos ríos. Los ojos de Concepción
Castro se empañaron aún más al pasar revista a otros de sus parientes que
habían muerto por la epidemia del cólera, como su tía Casilda Cascante y su
primo Domingo. También se acordó de
Basilio, Pedro y Albina, los tres chiquillos de Cayetano Cascante. Rosario en mano, la viuda repasaba las
cuentas con sus dedos nerviosos mientras se perdía en sus recuerdos.
«¡Tiene alas!» De su ensoñación la sacó María, la de los Guerrero. Preguntaba animada por aquella imagen fantástica que se aparecía ante sus ojos. «Es un ángel», susurró la madre. Había tenido que caminar solo un breve trecho, atravesando el solar, hasta la nueva ermita. Sentada en uno de los primeros lugares, la niña lo estudiaba todo con asombro. «¿Y la espada?» Esta vez no obtuvo respuesta; el ceño fruncido de su madre la invitaba a sosegarse.
Los Mora habían llegado desde muy temprano; al igual que la pequeña María, su casa quedaba junto al oratorio. Justamente de esta familia había nacido la iniciativa de la reconstrucción. Una tarde, casi noche, se reunieron a escribir una carta para el obispo. Con el arrojo que le daban sus veintidós años y el saberse uno de los más «pudientes» francisqueños, Mercedes Guzmán les había echado una mano con la convocatoria. Finalmente se les unieron otros vecinos, entre los que estaban Marcelo Reyes, Rafael Madrigal, José María Bermúdez, Salvador Muñoz, Manuel Guzmán, Lorenzo Hernández, José Solís y José Romero. Esa noche no hubo cuentos del Padre Sin Cabeza, que se le había aparecido a don Nicolás en el camino a Patarrá, ni de la Carreta Sin Bueyes, la cual solía pasearse por la siempre polvorienta calle que subía hacia San Antonio. Los espantos se quedaron para otra noche clara; la luna de febrero acompañaba la charla en torno a la ermita, que tenía ya 25 años de construida. «La reedificación es necesarísima», apuntaría el cura Nereo Bonilla en su carta. No podían dejar de comentar el hecho de que sus rivales de siempre, los zapoteños, también estaban haciendo gestiones para construir una ermita nueva. En el fogón no había descanso: Salomé Reyes, que tenía muy buen café, les servía tamaños jarros y preparaba unas suculentas tortillas.
Con trescientos cincuenta pesos y «los recursos todos del vecindario que voluntariamente los ha ofrecido», los vecinos se dieron a la tarea de reconstruir el oratorio a principios de 1862.
Al año siguiente, en el mes de julio, la obra estaba concluida. Enviaron entonces otra carta al Obispo. Pedro Díaz, Juez de Paz de San Francisco, estampó con orgullo su alambicada «chayotera» a la cabeza de las firmas. Solicitaban permiso para efectuar una «misa de rogación» y celebrar misa el día del Santo en cada año. La respuesta fue afirmativa para la primera petición —efectivamente, la «misa de rogación» se celebró pocos días después—, pero ¡tremenda decepción se llevaron los vecinos al enterarse de que el oficio en honor a San Francisco había de quedar en espera «hasta que se tenga noticia en esta Curia de que poseen los útiles necesarios»!
De tales peripecias venía hablando un jornalero de 32 años con su esposa. Él se llamaba Rafael Méndez y ella Rita Mora López. Protegiéndolas de los charcos, la joven desamparadeña recogía con esmero las enaguas que le había heredado mama Chica y que ella quería lucir en la fiesta patronal. Cuando la cuesta de Prado había alcanzado el punto de su máximo rigor, se encontraron con Mercedes Guzmán. Rita aprovechó para quitarse unas piedras que se le habían clavado en los pies, mientras Mercedes les contaba unos cuantos detalles más acerca de los trabajos de reconstrucción de la ermita. «¡Qué cordonazo más toreado!», intercalaba de vez en cuando Rafael en la crónica de su vecino.
Julio, agosto, setiembre. Tres meses apenas para conseguir los útiles de que hablaba el obispo. Unas donaciones por acá, otras por allá. Un mes se rifaba una vaquilla y al siguiente unas gallinas. A cuenta gotas fueron reuniendo lo necesario para celebrar la misa del Santo Patrono.
Era octubre, un octubre pasado por agua, como todos. Francisco Ortiz se apeó de su caballo frente a la ermita. Ellos lo esperaban ansiosos, mas no sin cierta preocupación. Debía de ser un personaje importante —pensaban—, puesto que había sido enviado por el obispo para revisar el oratorio. Con gesto severo el cura examinaba y, cuando menos se lo esperaban, hacía preguntas. Las cosas iban bien, hasta que les pidió ver las casullas. ¡A ellos que les preguntaran por sus bestias, machetes y demás maristates, pero de esas vestiduras sabían bastante poco, por no decir que nada!, contaba Mercedes con aire socarrón. Ortiz dejó nota en su informe de que debían tener varias casullas, no una sola. Por lo demás «todo está en orden», añadió, y los vecinos respiraron aliviados.
Las
campanas no cesan de llamar a los habitantes de San Francisco de los Dos
Ríos. Poco a poco van llegando los
Reyes, los Madrigal, los Bermúdez, los Cascante, los Muñoz, los Solís, los
Romero, los Herrera, los Quesada, los Jiménez… Unos vienen del lado de la hacienda Bella-vista; otros, de un paraje
nombrado El Espinal. Todos esperan ver
cumplido su anhelo de celebrar misa en honor del Santo Patrono ese octubre de
1863, hace 140 años.
Para eso están allí María Guerrero, con sus asombrados cinco años; Rafael y Rita, mis tatarabuelos; Julián, uno de los Mora, quien durante largo tiempo será el mayordomo de la ermita. Por eso también han salido de casa Concepción y sus recuerdos.
No sabemos a ciencia cierta cómo pudo haber sido aquella ermita, que fue sustituida por la iglesia cuya primera piedra se colocó en 1915. Sabemos, eso sí, que se trataba de una edificación pequeña, de madera, con teja de hierro, una puerta de hierro, ventanas con antepuertas y que en su interior había al menos dos imágenes: la de San Francisco y una de San Rafael. Que al lado había un solar, el cual, años más tarde, iba a estar sembrado de café (como dato curioso, en 1884 se recogieron cuatro cajuelas, que significaron un ingreso de un peso ochenta).
Tampoco es posible reconstruir con certeza la forma como vivieron aquellos vecinos, sus preocupaciones, anhelos, dichas y desgracias. Algo ha quedado escrito en documentos dispersos, casi todo se ha ido con ellos, hoy mucho queda a la imaginación.
Sirva esta crónica como homenaje al espíritu emprendedor de esos primeros francisqueños, que reconstruyendo una ermita, crearon un espacio de vida entre el Tiribí y el María Aguilar.
Nota: Publicado en el Eco Católico en
el año 2003.
Sobre el origen de esta crónica: Desde 1998 he venido realizando una investigación documental sobre la historia de la comunidad de los Dos Ríos. He consultado fuentes diversas, tanto en el Archivo de la Curia Metropolitana como en el Archivo Nacional, documentos varios de la parroquia de San Francisco y los recuerdos de Fernando Méndez Blanco, mi padre. Producto de ello es este relato. Los nombres que aquí aparecen, lo mismo que la gran mayoría de los datos, tienen respaldo en documentos históricos. La reconstrucción de la ermita entre los años 1862 y 1863 es un hecho real.
Así luce el actual templo de San Francisco de Dos Ríos. Data de los años setenta y es la cuarta edificación de que se tiene conocimiento: la primera podría ser de 1837; la segunda, de que trata este texto, era de 1863, mientras que la tercera se construyó en 1915.