viernes, 16 de octubre de 2020

GENTE DE CIENCIA:

ANÉCDOTAS EN TEXTOS DIVULGATIVOS


«Desacralizar la ciencia como una actividad de mártires y sabios». Diego Golombek, biólogo y divulgador argentino, lo plantea como un paso necesario para poner ese conocimiento al alcance de la ciudadanía. En esta entrada voy a relacionar el uso de las anécdotas sobre gente de ciencia en los textos divulgativos con esa intención desacralizadora, uno de los principales recursos de que echa mano ese género comunicativo. Además, citaré algunas razones por las cuales también es posible apreciar en ellas un componente didáctico.

El público lego no suele encontrar claros puntos de coincidencia entre su forma de vida y la de las personas que se dedican a la actividad científica, sobre todo en las denominadas «ciencias duras». Esa percepción podría estar motivada, entre otros factores, por un rasgo muy particular de los escritos científicos: la despersonalización, mediante la cual se pretende borrar la subjetividad del autor. Las publicaciones académicas presentan unas estructuras estandarizadas que transmiten la idea de un procedimiento que orienta con seguridad y conduce a las conclusiones correctas a unas personas cuyo proceso mental parece muy distinto al del resto de la población.

Es cierto que el conocimiento que produce la ciencia difiere del que resulta de otras actividades humanas, dado el rigor y la criticidad que le son inherentes. No está entre sus objetivos manifestar los deseos profundos de una persona, jugar con el lenguaje, ni establecer verdades incuestionables con que apaciguar las dudas propias de la existencia. Pero en sus procesos de trabajo sí intervienen, al igual que en las otras áreas de la vida, factores asociados tanto con el pensamiento lógico como con el ámbito emocional.

Este es un elemento del que se vale el género divulgativo en su intención de que el gran público se apropie de la ciencia: referirse a su importancia, al contexto de su producción, a las personas que la llevan a cabo (con sus componentes intelectuales, pero también con sus motivaciones y emociones) y al significado que reviste para la ciudadanía en  general.

En las obras divulgativas, cuando se hace referencia a una teoría o a un descubrimiento relevante para el tema que se está exponiendo, suele antecederse por la presentación de la persona de ciencia que lo propuso. Se abandona el formato de los escritos académicos de citar la fuente utilizando elementos mínimos (tanto que a veces ni siquiera sabemos si es del trabajo de una señora o de un señor de quien se está tomando la idea o el dato o, en el caso de trabajos colectivos, quiénes son los que aparecen bajo la despersonalizada construcción et al.) para acercar al público al contexto humano de la investigación científica.

Lo anecdótico en Michael Faraday

Michio Kaku es un físico estadounidense especialista en la teoría de cuerdas; también es futurólogo y divulgador científico. En uno de sus libros, La física de lo imposible, explora las posibilidades de que los avances en el conocimiento permitan al ser humano teletransportarse o hacerse invisible, entre otras «destrezas» que se han materializado hasta el momento solo en obras de ciencia ficción. Se refiere, en ese texto, a la imposibilidad de crear campos de fuerza, esas barreras impenetrables que aparecen en películas como escudos capaces de repeler rayos láser y cohetes.

Para iniciar su argumentación, alude a los descubrimientos de Michael Faraday, uno de los científicos que más ha influido en la historia. Sus aportes a los campos del electromagnetismo y la electroquímica facilitaron avances en la ciencia y la industria del siglo XIX que acompañan nuestra vida cotidiana.


Portentoso Faraday: así lo muestra esta estatua de la Royal Institution en Londres.


Sin embargo, antes de entrar de lleno en la conceptualización teórica, hace un breve repaso por su vida despojándolo de la aureola de sabio para presentarlo como un hombre común apasionado, eso sí, por un ámbito del conocimiento:

El concepto de campos de fuerza tiene su origen en la obra del gran científico británico del siglo XIX Michael Faraday.

Faraday nació en el seno de una familia de clase trabajadora (su padre era herrero) y llevó una vida difícil como aprendiz de encuadernador en los primeros años del siglo. El joven Faraday estaba fascinado por los enormes avances a que dio lugar el descubrimiento de las misteriosas propiedades de dos nuevas fuerzas: la electricidad y el magnetismo. Faraday devoró todo lo que pudo acerca de estos temas y asistió a las conferencias que impartía el profesor Humphrey Davy de la Royal Institution en Londres.

Un día, el profesor Davy sufrió una grave lesión en los ojos a causa de un accidente químico y contrató a Faraday como secretario. Faraday se ganó poco a poco la confianza de los científicos de la Royal Institution, que le permitieron realizar importantes experimentos por su cuenta, aunque a veces era ninguneado. Con los años, el profesor Davy llegó a estar cada vez más celoso del brillo que mostraba su joven ayudante, una estrella ascendente en los círculos experimentales hasta el punto de eclipsar la fama del propio Davy. Tras la muerte de Davy en 1829, Faraday se vio libre para hacer una serie de descubrimientos trascendentales que llevaron a la creación de generadores que alimentarían ciudades enteras y cambiarían el curso de la civilización mundial.

Observamos, en esta presentación de Faraday, que el proceso de creación científica no ocurre en el vacío; depende de un marco histórico y social que lo posibilita, así como de una determinada esfera de relaciones. Nos interesa destacar también cómo influyen las emociones, pues ese proceso resulta de una motivación particular y de la forma como se enfrentan las circunstancias personales. Kaku alude al origen humilde de Faraday en una Inglaterra clasista (¡vaya suerte!); también a su curiosidad, su enorme interés por los fenómenos de la electricidad y el magnetismo, así como a su esfuerzo, constancia y motivación; presenta, además, su relación con otros integrantes de la comunidad científica y las reacciones afectivas de ellos ante el talento de su colega (confianza y apertura de oportunidades, al mismo tiempo que celos y descalificación) y nos habla, por último, del impacto de sus aportes en la vida cotidiana actual.


Estudio de Faraday en la Royal Institution.


Hay en ello elementos didácticos en los cuales quiero detenerme, debido al vínculo entre divulgación y aprendizaje. La divulgación científica puede formar parte de un proceso de aprendizaje continuo que lleva a cabo la persona interesada en un tema específico. Además, cuando se trata de una divulgación didáctica o del empleo de textos de divulgación científica con fines curriculares, se entra de lleno en el ámbito educativo formal.

Emociones y motivación

Leer narraciones como las que se presentan en las anécdotas influye en el plano emocional del público receptor, por lo cual vuelve más atractiva la exposición de los contenidos, a la vez que fortalece el aprendizaje.

Las emociones cumplen una función motivadora; están detrás de aquellos procesos de búsqueda de respuestas, cuando la curiosidad impulsa a dar un sentido a fenómenos o situaciones particulares; mueven la voluntad del ser humano; se hallan en la base de sus anhelos. Presentar a la gente de ciencia mediante anécdotas apela, además, a la identificación: en la medida en que el yo de cada persona se construye como una narración, aquellos relatos que giran en torno a la vida cotidiana de los científicos los acerca al público lector, quien ve en ellos hechos y reacciones comunes a todos los seres humanos. Recientemente escuché, en una conferencia de Estrella Burgos, editora de la revista ¿Cómo ves?, que las historias tienen un poder único para persuadir y motivar, porque apelan a nuestras emociones y capacidad para la empatía. Estas anécdotas pueden tener un efecto en la motivación y el compromiso con el aprendizaje, sobre todo al valorar la constancia, el interés y el esfuerzo como atributos de las personas dedicadas a la investigación científica y que animarían al estudiantado a emularlas. 

Emociones y memoria

Las emociones también se relacionan con el almacenamiento y la memorización de datos, procesos necesarios para el aprendizaje; no en balde se las denomina el «pegamento del conocimiento», debido a la marcada impronta cerebral que poseen aquellos sucesos o datos que se asocian al mundo emotivo de la persona.  «Lo que no nos emociona, se nos olvida», plantea Estrella Burgos de forma contundente. ¿Cómo no acordarse, al oír hablar de Gauss, de ese niño superdotado que resolvía en tiempo récord los pesados ejercicios que su maestro de escuela le imponía a la clase y con lo cual arruinaba el plan del maestro de disfrutar de una disimulaba siesta (La música de los números primos, de Marcus du Sautoy)? ¿Cómo no recordar, tras leer la biografía de la astrónoma más famosa del siglo XVII, que fue objeto de los comunes reclamos que se hacen a muchas mujeres, pues María Cunitz no atendía debidamente las tareas del hogar, ya que aprovechaba el día para dormir, de modo que podía observar los astros por las noches (Las pioneras, de Rita Levi Montalcini y Giuseppina Tripodi)?


Urania Propitia, la obra que produjo María Cunitz en sus horas de vigilia.


El valor de la rebeldía

A las personas dedicadas a las ciencias no se las ve, en estos textos de divulgación, como sabios ni mártires (me refiero a una imagen mitificada de estos), sino como seres de carne y hueso, sometidos a sus circunstancias. Se los retrata como personajes rebeldes, disidentes incluso algunos de ellos, al decir de Lamberto Maffei, quien valora en las anécdotas la posibilidad de presentar otras maneras de pensar, de disentir, de no hacer las cosas como dicen todos que deben hacerse o explicarlas de la forma que se considera «correcta». En su Alabanza de la lentitud, el neurólogo italiano se refiere al alto valor educativo que poseen las biografías de artistas y científicos, pues enseñan que se pueden tomar caminos distintos, cultivar la rebeldía tanto en las acciones como en el pensamiento y escapar de la maquinaria global que nos considera solo un elemento más del engranaje.

Finalmente, quiero dejar apenas anotado un tema sobre el cual me gustaría extenderme en otro momento. Las anécdotas activan esa modalidad de funcionamiento cognitivo que Jerome Bruner llama modalidad narrativa, en oposición a la paradigmática o lógico-matemática. Ambas se complementan; la narrativa toma como base lo particular y sigue una lógica no lineal que funciona por comparaciones y es la forma de pensamiento que desarrolló primero la humanidad, razón por la cual no resulta nada extraño que influya en el aprendizaje y complemente la asimilación de conceptos científicos.

En síntesis, las anécdotas que se incluyen en los textos divulgativos, además de su riqueza comunicativa propia, permiten captar la atención y el interés del público lector, al presentar situaciones que le pueden resultar familiares, aunque se atribuyan a personajes a quienes en un inicio ese público pudo haber considerado solo como portentosas mentes dotadas de unas cualidades extraordinarias o como seres abnegados que trabajaban retirados de las pasiones del mundo cual anacoretas. Además, este tipo de relatos favorece el aprendizaje al activar reacciones emocionales, que se asocian con procesos de memorización, y puede estimular también el espíritu científico, pues hace posible identificarse con las personas que realizan tal actividad. Para cerrar, fortalecen la modalidad narrativa de funcionamiento cognitivo, que se relaciona con la construcción de sentidos y cuyo desarrollo permite una comprensión más integral del mundo.


Lecturas recomendadas

«Diego Golombek: "Desacralizar la ciencia como una actividad de mártires y sabios"». En: educar, 2004. Recuperado de

https://www.educ.ar/recursos/120605/diego-golombek-desacralizar-a-la-ciencia-como-una-actividad-de-martires-y-de-sabios

La divulgación científica como literatura, de Ana María Sánchez Mora (Dirección General de Divulgación de la Ciencia y Universidad Nacional Autónoma de México, 2015).

Física de lo imposible. ¿Podremos ser invisibles, viajar en el tiempo y teletransportarnos?, de Michio Kaku (Debate, 2010).

Descubrir la neurodidáctica. Aprender desde, en y para la vida, de Anne Forés Miravalles y Marta Ligioiz Vázquez (UOC, 2009).

La música de los números primos. El enigma de un problema matemático abierto, de Marcus du Sautoy (Acantilado, 2007).

Las pioneras. Las mujeres que cambiaron la sociedad y la ciencia desde la Antigüedad hasta nuestros días, de Rita Levi-Montalcini y Giuseppina Tripodi (Crítica, 2011).

Alabanza de la lentitud, de Lamberto Maffei (Alianza, 2016).

La fábrica de historias. Derecho, literatura, vida, de Jerome Bruner (Fondo de Cultura Económica, 2014).


Referencias de las imágenes

De «Portentoso Faraday»: T. Hall (2018, 26 de febrero). Michael Faraday´s statue. Recuperada de https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Michael_Faraday%E2%809%99s_statue.jpg. Licencia Creative Commons Attribution 4.0 International.

De «Estudio de Faraday en la Royal Institution»: H. J. Moore (between circa 1850 and circa 1855). Royal Institution - Michael Faraday's study. Recuperada de https://commons.m.wikimeida.org/wiki/File:Royal_Institution_-_Michael_Faraday%27s_study.jpg. Dominio público.

De «Urania Propitia»: Maria Cunitz, printer Johan Seyffertus (Johan Seyfert) - Unknown source. Recuperado de https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=1381246. Dominio público.




domingo, 4 de octubre de 2020

 

LA ERMITA DEL BARRIO

(CRÓNICA)

                                                                                            

Ya casi no los recordaba. Al menos no tan a menudo como al principio. Había llegado a ese punto —más triste, por cierto— en que el olvido nos sorprende arrebatándonos a nuestros muertos. Pero ese día era distinto. Ese día ella no había podido dejar de pensar en Francisco Meléndez, su esposo, y en su hijo mayor, Juan José, que ese año habría cumplido veinticuatro. ¡Cómo les hubiera gustado estar allí, formando parte de la celebración! Al fin y al cabo, cuando se fueron a pelear contra las tropas de Walker, no lo habían hecho pensando tanto en Costa Rica —que no dejaba de ser una abstracción en la mente de aquellos agricultores—, sino en ese pedazo de tierra suya que estaba entre dos ríos. Los ojos de Concepción Castro se empañaron aún más al pasar revista a otros de sus parientes que habían muerto por la epidemia del cólera, como su tía Casilda Cascante y su primo Domingo. También se acordó de Basilio, Pedro y Albina, los tres chiquillos de Cayetano Cascante. Rosario en mano, la viuda repasaba las cuentas con sus dedos nerviosos mientras se perdía en sus recuerdos.

«¡Tiene alas!» De su ensoñación la sacó María, la de los Guerrero. Preguntaba animada por aquella imagen fantástica que se aparecía ante sus ojos. «Es un ángel», susurró la madre. Había tenido que caminar solo un breve trecho, atravesando el solar, hasta la nueva ermita. Sentada en uno de los primeros lugares, la niña lo estudiaba todo con asombro. «¿Y la espada?» Esta vez no obtuvo respuesta; el ceño fruncido de su madre la invitaba a sosegarse. 



Los Mora habían llegado desde muy temprano; al igual que la pequeña María, su casa quedaba junto al oratorio. Justamente de esta familia había nacido la iniciativa de la reconstrucción. Una tarde, casi noche, se reunieron a escribir una carta para el obispo. Con el arrojo que le daban sus veintidós años y el saberse uno de los más «pudientes» francisqueños, Mercedes Guzmán les había echado una mano con la convocatoria. Finalmente se les unieron otros vecinos, entre los que estaban Marcelo Reyes, Rafael Madrigal, José María Bermúdez, Salvador Muñoz, Manuel Guzmán, Lorenzo Hernández, José Solís y José Romero. Esa noche no hubo cuentos del Padre Sin Cabeza, que se le había aparecido a don Nicolás en el camino a Patarrá, ni de la Carreta Sin Bueyes, la cual solía pasearse por la siempre polvorienta calle que subía hacia San Antonio. Los espantos se quedaron para otra noche clara; la luna de febrero acompañaba la charla en torno a la ermita, que tenía ya 25 años de construida. «La reedificación es necesarísima», apuntaría el cura Nereo Bonilla en su carta. No podían dejar de comentar el hecho de que sus rivales de siempre, los zapoteños, también estaban haciendo gestiones para construir una ermita nueva. En el fogón no había descanso: Salomé Reyes, que tenía muy buen café, les servía tamaños jarros y preparaba unas suculentas tortillas.

Con trescientos cincuenta pesos y «los recursos todos del vecindario que voluntariamente los ha ofrecido», los vecinos se dieron a la tarea de reconstruir el oratorio a principios de 1862.

Al año siguiente, en el mes de julio, la obra estaba concluida. Enviaron entonces otra carta al Obispo. Pedro Díaz, Juez de Paz de San Francisco, estampó con orgullo su alambicada «chayotera» a la cabeza de las firmas. Solicitaban permiso para efectuar una «misa de rogación» y celebrar misa el día del Santo en cada año. La respuesta fue afirmativa para la primera petición —efectivamente, la «misa de rogación» se celebró pocos días después—, pero ¡tremenda decepción se llevaron los vecinos al enterarse de que el oficio en honor a San Francisco había de quedar en espera «hasta que se tenga noticia en esta Curia de que poseen los útiles necesarios»!

De tales peripecias venía hablando un jornalero de 32 años con su esposa. Él se llamaba Rafael Méndez y ella Rita Mora López. Protegiéndolas de los charcos, la joven desamparadeña recogía con esmero las enaguas que le había heredado mama Chica y que ella quería lucir en la fiesta patronal. Cuando la cuesta de Prado había alcanzado el punto de su máximo rigor, se encontraron con Mercedes Guzmán. Rita aprovechó para quitarse unas piedras que se le habían clavado en los pies, mientras Mercedes les contaba unos cuantos detalles más acerca de los trabajos de reconstrucción de la ermita. «¡Qué cordonazo más toreado!», intercalaba de vez en cuando Rafael en la crónica de su vecino.


Julio, agosto, setiembre. Tres meses apenas para conseguir los útiles de que hablaba el obispo. Unas donaciones por acá, otras por allá. Un mes se rifaba una vaquilla y al siguiente unas gallinas. A cuenta gotas fueron reuniendo lo necesario para celebrar la misa del Santo Patrono.

Era octubre, un octubre pasado por agua, como todos. Francisco Ortiz se apeó de su caballo frente a la ermita. Ellos lo esperaban ansiosos, mas no sin cierta preocupación. Debía de ser un personaje importante —pensaban—, puesto que había sido enviado por el obispo para revisar el oratorio. Con gesto severo el cura examinaba y, cuando menos se lo esperaban, hacía preguntas. Las cosas iban bien, hasta que les pidió ver las casullas. ¡A ellos que les preguntaran por sus bestias, machetes y demás maristates, pero de esas vestiduras sabían bastante poco, por no decir que nada!, contaba Mercedes con aire socarrón. Ortiz dejó nota en su informe de que debían tener varias casullas, no una sola. Por lo demás «todo está en orden», añadió, y los vecinos respiraron aliviados. 


Las campanas no cesan de llamar a los habitantes de San Francisco de los Dos Ríos. Poco a poco van llegando los Reyes, los Madrigal, los Bermúdez, los Cascante, los Muñoz, los Solís, los Romero, los Herrera, los Quesada, los Jiménez… Unos vienen del lado de la hacienda Bella-vista; otros, de un paraje nombrado El Espinal. Todos esperan ver cumplido su anhelo de celebrar misa en honor del Santo Patrono ese octubre de 1863, hace 140 años.

Para eso están allí María Guerrero, con sus asombrados cinco años; Rafael y Rita, mis tatarabuelos; Julián, uno de los Mora, quien durante largo tiempo será el mayordomo de la ermita. Por eso también han salido de casa Concepción y sus recuerdos.

No sabemos a ciencia cierta cómo pudo haber sido aquella ermita, que fue sustituida por la iglesia cuya primera piedra se colocó en 1915. Sabemos, eso sí, que se trataba de una edificación pequeña, de madera, con teja de hierro, una puerta de hierro, ventanas con antepuertas y que en su interior había al menos dos imágenes: la de San Francisco y una de San Rafael. Que al lado había un solar, el cual, años más tarde, iba a estar sembrado de café (como dato curioso, en 1884 se recogieron cuatro cajuelas, que significaron un ingreso de un peso ochenta).

Tampoco es posible reconstruir con certeza la forma como vivieron aquellos vecinos, sus preocupaciones, anhelos, dichas y desgracias. Algo ha quedado escrito en documentos dispersos, casi todo se ha ido con ellos, hoy mucho queda a la imaginación.

Sirva esta crónica como homenaje al espíritu emprendedor de esos primeros francisqueños, que reconstruyendo una ermita, crearon un espacio de vida entre el Tiribí y el María Aguilar.

 

Nota: Publicado en el Eco Católico en el año 2003. 

Sobre el origen de esta crónica: Desde 1998 he venido realizando una investigación documental sobre la historia de la comunidad de los Dos Ríos. He consultado fuentes diversas, tanto en el Archivo de la Curia Metropolitana como en el Archivo Nacional, documentos varios de la parroquia de San Francisco y los recuerdos de Fernando Méndez Blanco, mi padre. Producto de ello es este relato. Los nombres que aquí aparecen, lo mismo que la gran mayoría de los datos, tienen respaldo en documentos históricos. La reconstrucción de la ermita entre los años 1862 y 1863 es un hecho real.


Así luce el actual templo de San Francisco de Dos Ríos. Data de los años setenta y es la cuarta edificación de que se tiene conocimiento: la primera podría ser de 1837; la segunda, de que trata este texto, era de 1863, mientras que la tercera se construyó en 1915.




  DOS RÍOS: SU CENTRO HISTÓRICO A Rafael Méndez Mora,  mayordomo de la ermita  de San Francisco de Dos Ríos entre 1898 y 1900 En una entrada...