PIEL DE VIEJA
A PROPÓSITO DE «EL YERNO SERPIENTE»
«Antes, cuando era joven, mi hermoso cuerpo parecía una resplandeciente y pulida lámina de oro. Hoy, ya anciana, está cubierto de arrugas». (Therigatha)
«El yerno serpiente» es un cuento tradicional de Japón. Trata acerca de la hija de un campesino entregada en matrimonio a una serpiente a quien su padre le debe un favor. La astucia de la novia la libera de esa ingrata fortuna, pero teme volver a casa. Caminando sin rumbo por el monte, llega donde una anciana; ella le permite pasar la noche en su morada y al día siguiente le regala un objeto que la pondrá a salvo de los rufianes que podrían secuestrarla. Pero no le da una aguja mágica ni un huso de oro; tampoco un abanico capaz de producir calor o frío ni una gaita que haga bailar a todos. Le obsequia «un viejo y muy sucio pellejo de anciana lleno de arrugas» para que, una vez cubierta con él, la muchacha pueda seguir su rumbo sin ser atacada.
En la historia de nuestros textos culturales, la propiedad de ser invisible conoce distintas finalidades. Reflexionando sobre la moral, Platón cuenta la historia de Giges, quien emplea un anillo que lo vuelve imperceptible para, de ese modo, invadir espacios ajenos y cometer actos ilícitos. La capa de invisibilidad que una vieja le regala a un soldado en el cuento de los hermanos Grimm le sirve para resolver el misterio de los zapatos gastados de doce princesas bailarinas y casarse con la mayor de ellas. La fórmula que altera el índice de refracción de la luz inventada por Griffin, el protagonista de la novela de H. G. Wells, tiene como objeto ayudarlo a salir de la pobreza, aunque luego su destino se tuerce. En «El yerno serpiente», la anciana prevé que esa muchacha que deambula por el monte se expone al rapto; la piel de vieja constituye un recurso para volverla «invisible» al abuso y así proteger su integridad física, como lo fue para las primeras monjas budistas que llevaban una vida de anacoretas el recluirse entre las cuatro paredes de un monasterio o para algunas doncellas viajeras de la Edad Moderna el vestirse de hombres.
Esta previsión de la donante del objeto mágico puede leerse desde la ética confucionista de respeto a la vejez. Los rufianes ven a la joven disfrazada de anciana en su tránsito por el monte, mas no la atacan por consideración a su edad, aunque su gesto se acompaña de desprecio: «Advirtieron la presencia de la muchacha, pero, diciéndose que se trataba de una vieja sucia y arrugada, la dejaron pasar sin problemas».
También puede interpretarse este objeto mágico desde la no participación de las ancianas en la generalidad del espacio público. En este caso, no se explora su circunstancia a partir de una posible agresión, sino lo que la piel, metonimia de la corporalidad femenina, supone para ellas en su proceso de envejecimiento.
La piel es un elemento importantísimo en la forma como viven las mujeres su apariencia física y su estima propia. El órgano más grande del cuerpo es, según Francesco Alberoni, la zona erógena femenina por excelencia. Hay, asimismo, argumentos demoledores como el de la teoría evolutiva: una piel clara, tersa y sin imperfecciones aumenta el valor de una mujer como pareja, pues habla de su capacidad reproductora. No en balde la industria cosmética apunta hacia las arrugas, la flacidez y las manchas como defectos que se tienen que combatir a toda costa.
Con la entrada en la menopausia, las mujeres se vuelven socialmente invisibles. Su existencia, atravesada por una imagen corporal que se debe a los otros y un reconocimiento en función de la maternidad, va perdiendo su significado social conforme bajan los niveles de ciertas hormonas. Este ninguneo supone una lamentable pérdida para una sociedad que lo valora todo en términos de cuánto le «aporta» una persona al sistema. A partir de la quinta década, cuando el cerebro no se halla a merced de esas oleadas hormonales que determinan la capacidad reproductiva de las mujeres, ellas pueden ejercitar más su intelecto y están mejor preparadas para enfrentar los años venideros, por su talento para establecer vínculos y sentirse, quiéranlo o no, como pez en el agua de la vida doméstica.
La invisibilidad que la piel de vieja le da a la chica en «El yerno serpiente» la faculta para ir a trabajar a casa del hombre rico de un pueblo sin que despierte ninguna sospecha, pues ocupa un lugar ínfimo entre los criados, cocinando arroz y calentando agua para el baño. ¿Quién va a fijarse en una anciana? Que cumpla sus funciones, con eso basta. Las cosas marchan bien hasta que cierta noche el hijo del hombre rico ve, en uno de los aposentos de la servidumbre, a la protagonista sin su disfraz y cae enfermo de amor. Todas las mujeres de la casa deben acudir ante su presencia para que, descubriendo a la causante de su mal, pueda el muchacho curarse. «Todas» pasan sin que se observe ninguna mejoría en el joven. Desesperado el padre, manda entonces que llamen a la vieja, porque «aunque sea mayor, es una mujer al fin y al cabo».
El ostentar unos rasgos físicos que ya no corresponden con el ideal de belleza juvenil conlleva, para las mujeres que han superado cierta edad, una forma de desaparición desde la perspectiva básica de su género y, más aún, desde la erótica. Este último es un tema tabú, donde abundan los prejuicios, que se ven reflejados en la literatura. Un ejemplo procedente de la tradición japonesa es la dama de Naishi, en el Genji Monogatari, una obra del siglo XI; se trata de una mujer distinguida y respetada, pero a quien la traición del tiempo (tiene 57 o 58 años) ha vuelto semejante a una hierba mustia y seca («¡cada día estaba más estropeada la pobre!», dice el texto); ella es objeto de censura, compasión y burla por su coquetería y por sus devaneos con el Príncipe Resplandeciente, quien sufre la humillación por esa aventura. Lo cierto del caso es que, aunque ocurren cambios fisiológicos que alteran la imagen corporal y el comportamiento, a las personas longevas no les están vedados los placeres de la carne; sin embargo, las hay también que deciden voluntariamente «cerrar el kiosco de la beneficencia sexual», imagen que proviene del delicioso humor de Anna Freixas.
El cuento tiene el final feliz del joven rico que se casa con la muchacha hermosa. Pero antes ha asomado un elemento digno de consideración desde la óptica que nos ocupa: ese juego entre la apariencia (de vieja) y lo que está debajo de la piel (una persona joven con un futuro por delante). Podría verse en términos de esa paradoja interior que Clarisa Pinkola define como «el bendito estado de ser una anciana joven y una joven anciana», que nada tiene que ver con esas demandas actuales de aparentar menos edad y llevar vidas ultraexigentes. Habiendo pasado los momentos críticos del compromiso familiar, para las mujeres se abren nuevas posibilidades de retomar la existencia, sin que signifique un declive o un desastre en la concepción interior que cada una tiene de sí y de sus proyectos personales. Es esa «segunda vida» de que habla Clara Coria que se les plantea a ellas cuando han cumplido con los mandatos sociales de la «primera vida» (un cuerpo inalcanzable, la maternidad y una relación de pareja) y retoman, con la experiencia y sabiduría acumuladas, los anhelos que tenían antes y han debido posponer durante veinte, treinta o más años. En el prólogo de Yo, vieja, Manuela Carmena expresa un sentir compartido entre muchas personas longevas: «Mi cuerpo es diferente, está más deteriorado, más arrugado, pero yo en mi yo más íntimo no me siento diferente».
Excurso
En este ejercicio de lectura, hemos visto lo que puede representar el objeto mágico que la ayudante dona a la protagonista del relato desde una perspectiva actual acerca de la condición de las mujeres viejas. Sin embargo, no pretende entrar en la corriente, tan en boga hoy, de la cancelación de obras literarias y mucho menos de los cuentos tradicionales.
Por el contrario, reconoce el valor comunicativo-simbólico de estos últimos, cuyo origen se remonta, según Vladimir Propp, a los ritos de iniciación, pero que se han venido remozando a lo largo de su historia para dar cuenta también de las condiciones sociales y los valores dominantes en cada momento. Un ejemplo muy puntual es la continua mudanza estilística e ideológica que se observa entre la primera versión de los cuentos de los hermanos Grimm (1812) y las posteriores ediciones. También puede ilustrarse esta idea con las adaptaciones que motivos y personajes de los relatos tradicionales experimentan al pasar de una cultura a otra y de una época a otra; no hace falta irse muy lejos: en la subordinación inicial que sufre la protagonista de «El yerno serpiente» en casa del hombre rico y su desenlace exitoso, se reconoce una trayectoria semejante a la de la Cenicienta de la tradición europea.
En épocas más recientes, los relatos maravillosos han sufrido infinidad de reelaboraciones (si oye hablar de «retelling», es prácticamente lo mismo). En sus Cuentos de mi tía Panchita, Carmen Lyra los ha retomado con un estilo sencillo y coloquial e introduciendo costumbres, ambientes y la flora y fauna costarricenses. Han sido recontados como en «Blancanieves al revés», del mexicano Miguel Ángel Tenorio, subvertidos como en las versiones de Kelly Link o han caído presos de las transformaciones de Anne Sexton. En las incontables variaciones, se busca dar un tratamiento distinto a los temas, personajes o contextos según ópticas que no han considerado las versiones clásicas, pues estas últimas, como todo texto literario, son herederas de una época y una particular visión de mundo.
Los cuentos tradicionales actúan como un detonante para la imaginación. Sus estructuras se hallan tan ancladas en nuestra memoria cultural que dan margen a toda la productividad textual derivada de ellos, tanto en forma de ficción literaria como de otras aproximaciones al discurso ensayístico de las humanidades, cuando no inspiran alguna denominación científica. «Sea cual sea su antigüedad ‒dice José Manuel de Prada-Samper‒ los relatos facilitan la percepción de la continuidad entre el pasado y el presente, entre las generaciones que nos precedieron y nuestra propia generación».
Referencias
Alberoni, Francesco. El erotismo. Gedisa, 2006.
Brizendine, Louann. El cerebro femenino. RBA Libros, 2007.
Buss, David M. La evolución del deseo. Alianza, 2004.
Cantillano, Odilie. El pozo encantado. Los cuentos de mi tía Panchita de Carmen Lyra. EUNED, 2006.
Coria, Clara; Freixas, Anna y Covas, Susana. Los cambios en la vida de las mujeres. Temores, mitos y estrategias. Paidós, 2008.
Cortés Gabaudan, Helena (editora). Los Cuentos de los hermanos Grimm tal como nunca te fueron contados. Primera edición de 1812. La versión de los cuentos antes de su reelaboración moralizante. La Oficina, 2019.
De Prada-Samper, José Manuel (editor). Cuentos populares de África. Siruela, 2012.
Dekker, Rudolf M. y van de Pol, Lotte. La doncella quiso ser marinero. Travestismo femenino en Europa (siglos XVII y XVIII). Siglo XXI, 2006.
Freixas, Anna. Yo, vieja. Apuntes de supervivencia para seres libres. Capitán Swing, 2021.
Link, Kelly. Magia para lectores. Seix Barral, 2011.
Murasaki Shikibu. La historia de Genji. Atalanta, 2006.
Murasaki Shikibu. La novela de Genji. I. Esplendor. Austral, 2000.
Pinkola Estés, Clarisa. El baile de las mujeres sabias. Penguin Random House, 2022.
Propp, Vladimir. Las raíces históricas del cuento. Fundamentos, 2008.
Sexton, Anne. Transformaciones. Nórdica, 2021.
Takagi, Kayuko (editor). Cuentos tradicionales de Japón. Alianza, 2022.
Tenorio, Miguel Ángel. «Blancanieves al revés». De verdad, fue así... Cuentos clásicos recontados. CERLALC, Coedición Latinoamericana, 2009, pp. 87-100.
Therigatha. Poemas budistas de mujeres sabias. Versión y traducción de Jesús Aguado. Kairós, 2016.