jueves, 15 de septiembre de 2022

 LA CAMPANA DE CRISTAL


Una mujer mira hacia afuera. Más allá de los colores y las formas que dan vida a una escena en un teatro. No se trata de la mirada cautivadora que se dirige al espectador. Tampoco de la que responde a otro personaje, que la reclama. En Mujer de negro en la ópera, de la pintora impresionista Mary Cassatt, la mirada de ella sale del cuadro: el objeto de su interés escapa a los límites de la representación pictórica.

Evoqué esta obra mientras leía La campana de cristal. Esther Greenwood, la protagonista de la única novela de Sylvia Plath, también quiere observar el mundo que se le ofrece a los diecinueve años. Pero tiene un problema: las posibilidades de construir su futuro son distintas y hasta irreconciliables según los parámetros de su época. Los elementos de ese marco que le promete la sociedad estadounidense de los años cincuenta son difíciles de conciliar. El estilo de vida neoyorquino la seduce al punto de imaginarse una mujer glamorosa y liberada sexualmente. También contempla la posibilidad de dedicarse a un trabajo en una oficina. Y por qué no seguir su impulso de ser poeta. O, más bien, dejarse llevar por el dictado del matrimonio y la maternidad, como observa en su barrio de Boston. La estudiante exitosa, acumuladora de reconocimientos académicos, entra en crisis. Dice sentir que vive bajo una "campana de cristal" cuyo aire pesado, mórbido, le impide hallar una salida satisfactoria entre tales escenarios.



Sylvia Plath en la edición de junio de 1953 de la revista Mademoiselle, durante su pasantía de verano.


La narración no sigue un orden lineal. Por este relato intimista se cuelan los recuerdos de Esther mediante regresiones; estas producen el efecto de una coexistencia de tiempos, como dicen que funciona el inconsciente. Los acontecimientos transitan desde la estancia de la protagonista en Nueva York, adonde viaja tras haber ganado una pasantía en una importante revista para mujeres jóvenes, hasta la reunión de médicos de un manicomio de Boston encargados de decidir si ella puede abandonar ese establecimiento. Además de las regresiones que presentan la relación con su insulso novio, la agobiante vida con su madre y su exitosa trayectoria académica, la voz narradora nos hace dos guiños que pueden permitirnos romper con esa temporalidad implícita en las acciones y llevarnos a un espacio más allá de los límites de los acontecimientos principales.

El primero está al inicio del texto, en el capítulo 1. Esther describe los presentes que unas empresas les obsequian a las becadas durante su estancia en Nueva York: "Me daba cuenta de que seguíamos acumulando regalos porque eran publicidad gratuita para esas marcas, pero no podía andarme con escrúpulos. Me chiflaban todos aquellos regalos llovidos del cielo. Después los escondí durante mucho tiempo, pero cuando volví a encontrarme bien los saqué y todavía andan por casa. Uso las barras de labios de vez en cuando, y la semana pasada corté la estrella de plástico de la funda de las gafas y se la di al bebé para jugar".

Apenas empezando la novela, la voz narradora nos descubre, casi sin quererlo, qué pasó después de que los médicos del manicomio se reunieron para decidir el futuro de Esther. Como esos secretos que se comparten al calor de la intimidad, nos revela lo sucedido luego del desplome emocional que describen los acontecimientos. La protagonista logra escapar de esa "campana de cristal" que la encierra, de sus deseos suicidas y constante insatisfacción con la vida. Además, existe un momento de "encontrarse bien", cuando ella vuelve a sacar los regalos sofisticados, recuerdo de su pasantía en la Gran Manzana, y usa parte de uno para entretener a un bebé. Por la naturalidad de la escena, podríamos pensar que se trata de su propio hijo.

La muchacha que, a lo largo de toda la novela, ha temido tanto la maternidad y ha expresado su desgano ante la idea de procrear, es ahora una madre acongojada por las demandas de una criatura y recurre a lo que tiene a mano para distraerla. Ya no le preocupan la elegancia y la belleza que seducen y atraen las miradas ajenas. Deja de ser el personaje de la pintura de Cassatt, quien anhelaba ver más allá del cuadro que le dibujaban los otros, para formar parte de lo doméstico, con obsequios e hijo incluidos, como si estuviera en una escena de Lilly Martin Spencer.

Mediante este primer guiño, la voz narradora relativiza todos sus gestos críticos y de rebeldía hacia las demandas sociales. Estos quedarán ocultos bajo otra campana. Betty Friedan habla de una "mística de la feminidad": la mujer es una especie de "ángel del hogar", bajo cuya tutela están el marido y los hijos, en una casa que refleja la comodidad y el modelo consumista de una clase media que se extendió en la sociedad estadounidense de la posguerra. Son varias las coincidencias entre ambos textos: La campana de cristal y La mística de la feminidad se publicaron por primera vez en 1963 y presentan una crítica a los condicionamientos sociales en torno al género. Además, Plath y Friedan estudiaron en Smith College, una prestigiosa institución dirigida solo a mujeres. El "malestar que no tiene nombre", ese concepto que esboza Friedan para referirse a una insatisfacción que experimentan las mujeres de cierto grupo social, se lo sugieren las entrevistas que hizo a egresadas de esa casa de estudios.

El otro guiño que nos lleva fuera del texto ocurre al final, en el último capítulo. Buddy Willard, el antiguo novio de Esther, la visita en el manicomio. Recientemente se ha suicidado una interna, Joan Guilling, quien había estado saliendo con Buddy antes de Esther. Abro aquí un paréntesis para hacerme eco de la posibilidad que plantea la narradora de que Joan no fuera real, sino producto de su imaginación. Maravillas de la literatura, y del arte en general, que produce ambigüedad, varias posibilidades de interpretación, en un mundo donde cada vez es más importante tener la razón (una única interpretación válida) y hacer yunta con quienes tienen la misma razón que nosotros.

Regreso a la novela: "¿Crees que hay algo en mí que vuelve locas a las mujeres?", pregunta Buddy durante su visita al manicomio. "No pude contener una carcajada --describe la narradora protagonista--. Quizá por el contraste de la seriedad en su cara y el sentido que suele tener la palabra 'loca' en una frase así".

En este caso inevitablemente salimos del texto hacia esa otra historia, no ficcional, que teje los hilos del sentido de la novela: Sylvia Plath y su biografía. Cuando publicó La campana de cristal bajo el seudónimo de Victoria Lucas, era evidente el contexto autobiográfico del que deseaba evadirse. Con claridad premonitoria, esta referencia a un hombre capaz de enloquecer a dos mujeres hasta el punto de que ellas consideraran el suicidio nos hace pensar en la historia de la poeta casada con Ted Hughes. Poco tiempo después de que se publicara esta novela, Sylvia acabó con su vida metiendo la cabeza en el horno de la cocina (¿podía haber un gesto más irreverente hacia la mística de la feminidad?). Lo mismo hará luego la nueva esposa de Ted.

En la relación entre Sylvia y Ted, a ella le estaba permitido ser musa, pero la genialidad le estaba prohibida (Laura Freixas). Su protagonismo podría haber ocasionado lo que plantea Esther Rubio Herráez refiriéndose al caso de Mileva Maric: desestabilizar el modelo típico de genio, cuyo sentido original se basa en la autonomía y la independencia como rasgos propios de los varones.

Puede establecerse un paralelismo entre esa situación biográfica y la relación que entablan los personajes de la novela. El gesto autoritario de Buddy como varón se ve respaldado por su formación científica. El estudiante de medicina no desaprovecha la oportunidad para echar mano a la posición que le confiere ese conocimiento y descalificar a Esther, quien parecía ir en el camino de la genialidad, dada su buena disposición académica y su talento literario. El deseo de ella de estar en dos lugares al mismo tiempo (el ejemplo es sencillo: el campo y la ciudad) de inmediato la coloca del lado de la patología ("síntoma neurótico", diagnostica Buddy). Irónicamente ese anhelo de ser muchas cosas a la vez la llevará a ocupar un solo sitio, el manicomio, producto del cual ya nadie la va a querer como pareja (de nuevo el discurso de Buddy).

Esther quería serlo todo: una mujer que disfrutaba de su sexualidad libremente; en algunos momentos fantaseaba también con tener un marido e hijos por quienes velar; ser una taquimecanógrafa a la que se le podían presentar situaciones de trabajo atractivas; dedicarse a la poesía... ¿Quién no ha sentido, conforme avanza su propio reloj, el deseo o al menos la curiosidad de haber experimentado otras existencias distintas de la que le tocó vivir? Quizás el gesto premonitorio de Esther le resultara una carga demasiado pesada, debido a su corta edad. Si de jóvenes hubiéramos tenido esa epifanía respecto de que tomar un camino nos alejaba para siempre de otros, ¿quién no se habría sentido un poco demente?

Recomendaciones

La campana de cristal, de Sylvia Plath (Literatura Random House, 2020, citas de pp. 21 y 259).

La mística de la feminidad, de Betty Friedan (Cátedra, 2016).

Sylvia Plath, ¿se puede ser mujer y genio?, con Laura Freixas (video de La Térmica, 31 de enero de 2018, Youtube, https://www.youtube.com/watch?v=qVtGIYuHJfM&t=467s).

Mileva Einstein-Maric. ¿Por qué en la sombra?, de Ester Rubio Herráez (Eneida, 2006).





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