jueves, 28 de abril de 2022

LAS MUJERES DEL ABUELO

A Pablo

Un personaje no se mencionaba en casa de la abuela Mina, al menos no delante de los niños. Se había ido a vivir con otra mujer cuando sus cuatro hijos rondaban la mayoría de edad. El silencio alrededor de su figura había arrancado de tajo una rama de mi árbol genealógico.

Su apellido era poco común en el medio costarricense. No se trataba de un Rodríguez, Vargas, Jiménez, Mora o Rojas, los más frecuentes en este país. A veces llamaba la atención de algún curioso cuando una se presentaba o cuando su nombre completo aparecía en una lista. El comodín en esos casos era una información pescada a un cura español amigo de la familia: origen vasco. Con eso se podía salir del paso ante una pregunta incómoda; no había historias que acompañaran el dato llamativo. Décadas más tarde, un amigo, natural de Bizkaia, le añadió a la excusa la fantasía de una villa de pescadores llamada Lekeitio.

Lo que las dinámicas familiares callaban no podía permanecer oculto al registro de las autoridades religiosas. El archivo eclesiástico custodia informaciones que algunos querrían que desaparecieran. En cierta ocasión, un usuario "pasó al acto", como dirían en psicoanálisis, tachando la palabra "mulato" en la ficha que daba cuenta de la partida de nacimiento de un antepasado suyo. Alguna razón le asistía, pues tales clasificaciones obedecían al sistema de "castas" coloniales, que imponía mayores límites y desventajas sociales a las personas cuanto más se alejaban de la sangre española. Un ejemplo: en el siglo XVIII la venta de mulatos esclavos, sobre todo niños, era una práctica común entre los grupos más favorecidos de este país. Ese tipo de registro y clasificaciones formaba parte del control social basado en la pureza de la sangre.

Otras anotaciones en los registros apuntaban a la pureza de aquella célula a que se atribuye la base de la sociedad: la familia. Raúl, el abuelo de quien no se hablaba, nació en 1909, "hijo natural" de una señora llamada Jesús. Este sistema de categorización era propio del derecho canónico, al que seguía muy de cerca el Código de Carrillo, promulgado en 1841. Había, por lo tanto, hijos legítimos (nacidos dentro de matrimonio canónico), naturales (los únicos que podían ser reconocidos por su padre o posterior matrimonio), adulterinos, incestuosos y habidos de padre y madre casados. Estos modos de filiación suponían calificaciones sociales que hoy, por fortuna, se consideran abiertamente discriminadoras.

El apellido es sinónimo del linaje familiar y en la mayoría de los casos se organiza a partir de la figura paterna (el paterfamilias, del derecho romano). Por consiguiente, la filiación de Raúl y sus hermanos quedaba en los linderos de la marginalidad, pues se dio solo por línea materna. Mi bisabuela Jesús tuvo cinco hijos naturales en un lapso de diez años (entre 1903 y 1913), durante la segunda década de su vida. ¡Cuántos trabajos no habrá pasado para sostener a su prole! Sumémosle a esto que en el imaginario popular las mujeres sin marido, jefas de hogar, trabajadoras y procedentes de sectores desfavorecidos debían ser objeto de control, además de que la pobreza se consideraba una patología social.

Buena parte de la familia de Raúl vivía en San Sebastián. Los vínculos de sangre y el agrupamiento en una misma localidad eran rasgos comunes entre los sectores populares que habitaban en las afueras de la capital. Los lazos de sangre se reforzaban cuando la parentela tomaba parte en los bautizos: la tía Sofía y el tío Manuel fueron padrinos de algunos hijos de Jesús. Además, una mujer mayor estaba en el centro de este mundo: María, la mamá de Jesús y de al menos otros cinco vástagos (Juan Isaías, Jerónima Sofía, Manuel Isaías, Tobías de Jesús y Manuela Antonia), todos ellos "naturales" también; en el sacramento del bautismo, la apoyaba un matrimonio vecino de ese barrio, Cayetano y Salvadora, quienes fungieron como padrinos de su descendencia, en una época en que asumir esta figura representaba un fuerte compromiso con el bienestar de las criaturas.

Al prejuicio asociado a la marginalidad de estas mujeres, se suman condiciones particulares de salud que afectaron su existencia, tanto en el plano físico como en el emocional. Aunque se tiende a naturalizar la situación de las señoras que procrearon familias numerosas, los registros históricos del Hospital Nacional Psiquiátrico indican que algunas pacientes terminaban allí a causa de los muchos embarazos, y también pérdidas, a lo largo de sus vidas. Las condiciones de hacinamiento, poca higiene y falta de comodidades de las viviendas de las familias pobres las hacían más propensas a aquellas enfermedades que afectaban a la población de la Costa Rica liberal. En 1908 Jesús sufrió la pérdida de su hija Josefina, de apenas un año, a quien un ataque de lombrices le cobró la vida. Un lustro más tarde, a Josefina la siguió la madre: la muerte sorprendió a Jesús una madrugada de setiembre, según consta en el parte que emitió el socio de la Junta de Caridad de San José; fue víctima de una afección cardiaca, probablemente de origen bacteriano; tenía 33 años y dejó cuatro huérfanos, el menor de tres meses. Ambas están enterradas en el Cementerio Calvo, el de los pobres.

María, la abuela de Raúl, mi tatarabuela, falleció en 1930 a los 72 años. El registro de su defunción le atribuye una madre, llamada Jacoba (también "hija natural"), y esta vez sí se nombra un padre en esta genealogía: Juan Hilario. Si mis habilidades en el rastreo de documentos no me fallan, este Juan Hilario vendría a ser hijo legítimo de un tal Juan Pablo y nieto de un Don Joseph Paulo, nacido hacia 1750 y quien, según la investigación realizada por Ramón Villegas Palma, vendría a ser la primera persona en Costa Rica con el apellido que nos ocupa y de cuya procedencia los documentos eclesiásticos son omisos. Con los datos que contiene la partida de defunción, se consigna una filiación lícita de María (y también, por qué no, de Jesús y de Raúl), a la vez que remonta sus orígenes a un hidalgo, una persona de sangre "noble", por el tratamiento de "don" otorgado a Joseph Paulo; esto implicaba una condición social destacada, mas no necesariamente una buena posición económica, dado, en palabras de Villegas, "el escaso caudal de sus descendientes hasta bien entrado el siglo XIX". Tan completa fue la partida de defunción consignando nombres de los ascendientes de esta mujer que incluso, ironías de la vida, descuido del funcionario o formulismo de la época, le atribuye un marido: San Sebastián.

¿Queda compensado, de esta forma, el problema de casi una centuria de lagunas en los registros? ¿Con su partida de defunción, María y su descendencia retornan al orden social? Ese acto discursivo (como el de la persona que tachó la palabra "mulato" en la ficha del archivo eclesiástico) ¿podrá mitigar, al fin, una vida de pobreza, marginalidad y pérdidas de mis antepasadas? Queda muy atrás, borrosa, la imagen idílica del pueblo de pescadores en el País Vasco.








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