miércoles, 23 de septiembre de 2020

 

EMMA: EL AMOR COMO INTERCAMBIO

 

¿Qué turba el plácido mundo de la guapa, rica, inteligente y alegre Emma Woodhouse? No se trata de las guerras napoleónicas ni de la miseria que sufre el pueblo inglés por la crisis política de la época georgiana. A Emma la afecta el vacío que su institutriz ha dejado en casa al contraer matrimonio. Y ni siquiera se habla de preocupación, que esta puede mover el ánimo de manera profunda, sino de una «tristeza moderada», sin ninguna mala conciencia.

¿Cómo un hecho de la vida doméstica puede activar la trama de esta novela, que se considera la obra cumbre de Jane Austen? ¿Cómo puede juzgarse importante así lo ha planteado una parte de la crítica un texto que presenta situaciones cotidianas y rutinarias de unas pocas familias en una aldea, y no se decanta por hechos relevantes de un determinado momento histórico? Emma da para tanto, porque explora si se puede subvertir el sistema de relaciones sociales a través del matrimonio, pero sin ser didáctica. Crea, para ello, un universo complejo de tramas y subtramas, con personajes muy bien delineados en cuanto a psicología y expresión, entre los que destacan aquellos que son egoístas, tontos o avaros, lo que le permite apostarle al humor, en especial a la ironía.

Una diferencia de media milla

Un ejemplo de esos tipos humanos que sirven de base a las novelas de Jane Austen es el señor Woodhouse. El padre de Emma es un referente de la vida social en Highbury, porque se trata de uno de los vecinos más antiguos de esa localidad y, sobre todo (que lo anterior no valdría tanto sin lo segundo), por su riqueza, que salta a la vista en una propiedad extensa y una casa elegante. A ese poder económico se suma un carácter bondadoso y hospitalario, que motiva a sus vecinos a sentirse en deuda con él por sus atenciones. Su necesidad de socializar se expresa, eso sí, mediante algunos requisitos, pues el señor Woodhouse padece de cierto egocentrismo y falta de empatía: una exagerada preocupación por su salud y sus necesidades lo vuelven incapaz de entender que sus obsesiones no son las preocupaciones habituales del resto de la gente. El casamiento de quien fuera la institutriz de sus hijas no le cae nada bien, ni teme expresar su profunda convicción de que a la señorita Taylor le convenía más habitar en una casa tan grande como la suya que una independencia familiar. El pastel de bodas también le da problemas: «Si su propio estómago no podía soportar nada rico, no podía creer que hubiera otras personas que fueran diferentes». Por su condición social y también por la gratitud que le expresan sus vecinos, nadie se atreve a contradecirlo; solo lo hace John Knightley, el esposo de su hija Isabella y cuya condición social es tan buena, o mejor, que la suya propia. La sumisión de su círculo más cercano motiva que el señor Woodhouse nunca salga de su error de juicio. Tal exageración de rasgos le da un efecto satírico al personaje y a la condición social que representa, pues toma como objeto a un integrante de la nobleza rural.


El señor Woodhouse y su hija Emma, por Hugh Thomson.


Las dificultades del señor Woodhouse para digerir la decisión de la señorita Taylor de formar su propia familia, de dejar de ser esa compañía agradable en las horas de ocio, también las experimenta su otra hija. Ese matrimonio afecta a Emma sacándola de su zona de confort. Ya no tendrá a mano a la persona discreta, culta y preocupada por todos los asuntos de la familia (eso se esperaba de una buena institutriz) con la cual sostenía conversaciones inteligentes y que durante dieciséis años había velado por su bienestar como una madre. «Emma era consciente de la gran diferencia entre una señora Weston a solo media milla de ellos y una señorita Taylor en casa» y debe buscar algo que llene su vacío.

El mundo de Emma

La joven Emma ocupa el centro de su propio universo. Pese a su corta edad y a su concepción de la vida ingenua, superficial y prejuiciada, sus amistades le tributan respeto y confían en su criterio como si se tratara de una persona justa y muy experimentada. Al igual que con el señor Woodhouse, ello obedece a su posición social y al sentir de agradecimiento de sus vecinos más cercanos. Con excepción de George Knightley, cuñado de su hermana Isabella y dueño de Donwell Abbey, nadie se atreve a cuestionarla. Ella siempre es objeto de alabanzas, pese a no perseverar en el cultivo de la lectura ni de sus aficiones artísticas, destrezas mínimas esperables en una mujer de su condición. El pasaje donde se describe cómo reaccionan sus amistades ante el retrato que le hace a su amiga Harriet es bastante ilustrativo sobre este punto, lo mismo que la reunión en que coincide con Jane Fairfax y a ambas les toca demostrar sus habilidades al piano, escena que la película de Autumn de Wilde (2020) recrea con gran sentido del humor.


El señor Elton observa con admiración
el retrato que Emma ha pintado.


En ese mundo controlado por Emma, son claros sus afectos: busca el interés, la admiración y la gratitud de sus amistades; desprecia a quienes son ricos, pero no pertenecen a la nobleza rural, como los comerciantes; y no le interesan en absoluto aquellas personas que, siendo de condición humilde, tampoco lo son tanto como para necesitar benefactores.

Un «experimento social»

Para paliar esa tristeza moderada que la invade con la partida de la señorita Taylor, Emma se propone hacer lo que llamaríamos hoy un «experimento social», algo así como: ¿Qué tal si las cosas no fueran como deben ser y pudieran arreglarse de otra forma? Con «una mente bien pagada de sus propias ideas», se considera a sí misma experta en las «buenas relaciones». Por tal motivo, planea convertir a Harriet Smith, una interna de la escuela de la señora Goddard cuyo origen familiar se desconoce (asunto por lo demás perturbador en una sociedad tan estratificada), en una dama juiciosa y de modales exquisitos, capaz de hacerse con un distinguido caballero como esposo. Ya ha visto el buen resultado de combinar las vidas de la señorita Taylor y el señor Weston, en lo cual se atribuye una cuota de participación, y desea confirmar su inteligencia social haciendo de celestina. Quiere jugar, entonces, a ser la diosa de los cambios favorables en las vidas de algunas gentes, pero resulta una suerte de espíritu loquillo, de juicio perdido, que se equivoca todo el tiempo.


El señor Weston socorre a Emma
y a la señorita Taylor bajo la lluvia.

 

El conflicto interno de Emma responde a dos formas de ver las relaciones de pareja. Una de ellas defiende el matrimonio homogámico, aquella tendencia a unirse con una persona semejante en términos de estrato social y nivel educativo, un tipo de enlace que resulta muy favorable para las clases altas, pues es una manera de conservar el patrimonio, en este caso de la nobleza rural de la época, dependiente de las rentas generadas por sus tierras. La otra forma tiene que ver con el emparejamiento más allá del grupo social; en este punto no interviene tanto la competencia que Emma posee para desenvolverse en su medio, como su desbordada imaginación; esta le permite pensar en la posibilidad de que haya una movilidad social que considere el mérito, el carácter y otros valores no materiales, en vez de tomar en cuenta solo el patrimonio de las personas. En medio de ello, son constantes los errores de interpretación y de acción producto, en buena parte, de la imagen sobrevalorada que esta muchacha posee de sí misma.

La experta en el mercado matrimonial no falla al considerar que el casamiento sirve para mantener un determinado estatus o, con algo de suerte, subir en la escala social. Pero se equivoca en la forma de lograr esto último. Según lo que ella experimenta con Harriet Smith, basta con rodearse de las personas indicadas, adoptar los modales y gustos de la gentry y, como tampoco puede reducirse a mero cálculo comercial, enamorarse idealizando al objeto del amor, con lo cual deja por fuera otros aspectos en los que sería necesario «invertir» un poco más, como una buena educación y cierta disciplina.

Ahora bien, si esa persona que busca una mejor posición social no se halla dentro de su grupo de beneficiarios, su determinismo resulta inflexible: hay gente, dirá Emma, que no puede ni debe moverse del lugar que ocupa en la sociedad; su brutalidad y nulo aporte a la exquisitez de la vida justifican ese estancamiento. Esta forma de pensar refleja, además de la tesis del matrimonio homogámico, los prejuicios de una sociedad extremadamente clasista, como se observa en la valoración de Robert Martin, un granjero que pretende a Harriet: «En Hartfield has tenido muy buenos ejemplos de hombres bien educados y de buena estirpe [le dice Emma a su pupila]. Me sorprendería que, después de verlos, pudieras volver a estar en compañía del señor Martin sin percibir en él a un ser muy inferior, e incluso no asombrarte de que en el pasado pudieras haber llegado a considerarlo agradable».

Quien mucho en sí confía…

Emma sufre esa falsa percepción de sí mismos que afecta a los personajes poderosos: su situación privilegiada les impide conocer verdaderamente lo que pasa en el mundo más allá de sus narices. Se rodea de personas que sienten gratitud hacia ella, que no osan plantarle cara ni manifestar el menor desacuerdo, igual como sucede con las amistades de su padre. En la caída de algunos líderes políticos es posible apreciar esa dinámica trágica de quienes, movidos por un exceso de confianza en sus capacidades, sobre todo para interpretar la realidad circundante, y rodeados de un séquito de incondicionales dispuestos a darles siempre la razón para obtener un beneficio personal, han caído en graves errores de juicio que les han costado incluso la vida.

Pero Emma no es un personaje antipático y sus excesos tampoco darán lugar a ningún desenlace fatal. La «salva» un narrador cuyo tono, si bien es irónico, no revela hostilidad, como señala Inger Enkvist en Aprender a escribir con Jane Austen y Maud Montgomery. Este narrador se encarga de ponernos al tanto de los desaciertos de la joven que, unidos a su buen corazón, la vuelven agradable y hacen posible el matiz cómico del texto.

Cada oveja con su pareja

En esta novela, considerada también de aprendizaje, Emma irá captando que su lectura de los hechos y de las relaciones entre la gente es errónea: «Con una vanidad espantosa había creído estar en posesión del secreto de los sentimientos de todo el mundo, con una arrogancia imperdonable se había propuesto arreglarles el destino a los demás». Esta expresión, que aparece casi al final de la obra, deja ver que la protagonista adopta un gesto humilde, y hasta de vergüenza, respecto de sus intervenciones en la vida social de Highbury.

Emma aprende que no es posible subvertir el sistema de relaciones sociales mediante los casamientos. El texto demuestra que, errores y confusiones de por medio, los enlaces se realizan bajo el criterio del matrimonio homogámico. Harriet se casa con Robert Martin, en ese mundo intermedio de personajes que, sin ser pobres, tampoco forman parte de la clase alta. El señor Elton, quien se descubre como un verdadero patán, encuentra una mujer con una buena renta que le asegura mejorar su condición social, como era su plan cuando cortejaba a Emma. Esta última contrae matrimonio con George Knightley, a cuyas observaciones debe parte de su proceso de maduración; de nuevo se unen las dos familias de más alcurnia, logrando así que la fortuna y la propiedad de Donwell Abbey (que también es la fortuna y la propiedad de John Knightley, Isabella y sus hijos) no se disperse más de lo debido. Hay enamoramientos, probablemente sí, que eso prende una chispa en el interés narrativo, pero dentro de las expectativas que permite la condición social de cada quien.

Finalmente, el discurso de «cosas más raras se han visto, y que parejas más distintas han acabado casándose», que pronuncia Emma ante la posibilidad que solo ella imagina de que Frank Churchill corresponda a los sentimientos de Harriet, pasa a ser el de «¿Acaso era nueva en este mundo la desigualdad, la contradicción, la incongruencia?», dicho a la misma Harriet, pero esta vez con el convencimiento de que personajes de condición social tan elevada como George Knightley no pueden estar al alcance de alguien que no sea de su mismo nivel.

El extraño caso de Jane Fairfax

Ahora bien, ¿cómo se articula, dentro de esta confirmación del orden social a partir del matrimonio homogámico, la relación entre Jane Fairfax y Frank Churchill?

Al inicio de la novela, Emma expresa no tener necesidad de casarse, pues su condición social no la obliga a ello: ha logrado una de las grandes aspiraciones de su época, la de ser señora de su casa, pero sin haber contraído matrimonio, pues vive con su padre viudo. Sin embargo, hay un hombre lo suficientemente deseable que, pese a no conocerlo en persona, la hace considerar esa posibilidad: Frank Churchill, el hijo del señor Weston y heredero de la enorme fortuna de los Churchill, la pareja de tíos encargada de su crianza. «A menudo había pensado [] que si ella llegara a casarse algún día, él era precisamente la persona adecuada por edad, temperamento y posición». Aunque a su arribo a Highbury Frank coquetea con Emma, alimentando las esperanzas del señor y la señora Weston, quienes también valoran su paridad en términos de clase, edad y buen humor, el corazón del muchacho pertenece a una mujer de condición muy distinta: a la bella, elegante, culta, talentosa, inteligente y disciplinada Jane Fairfax.

Esta joven mueve, por sí misma, los cimientos del sistema «emmacéntrico». Pese a las expectativas de los demás de que fuera su mejor amiga por razones de edad, Emma la rechaza. «Por qué no le gustaba Jane Fairfax era una pregunta de difícil respuesta; el señor Knightley le había dicho una vez que era porque veía en aquélla a la mujer perfecta que le gustaría que los demás la considerasen a ella». Lo cierto es que Emma queda muy mal parada ante Jane, quien ha sabido sacar provecho de las oportunidades que le ofrecieron los Campbell, su familia de acogida tras la muerte de sus padres, razón por la cual los elogios que recibe son auténticos, no los motiva ningún cálculo social, aunque sí algo de conmiseración, porque la pobre de Jane es pobre y, lo que es aún peor, sobre ella se cierne un futuro aciago: convertirse en maestra.

 

Jane Fairfax y Frank Churchill en el salón de baile.

 

El ineludible control social

La relación entre Jane y Frank pone en primer plano el enamoramiento como ese río prohibido de la transgresión de que habla el sociólogo Francesco Alberoni: la complicidad entre los amantes, el leerse y captarse las intenciones sin hacerlas explícitas, el placer de la discreción que encubre el secreto. Su posterior matrimonio, lo mismo que el del señor Weston y la señorita Taylor, evidencia la posibilidad de romper los dictados de la homogamia.

Sin embargo, las acciones y el decir de los personajes dejan ver que no es tarea fácil. La bondad de Jane es puesta a prueba por Frank Churchill quien, haciendo uso de la «licencia» que le confiere su compromiso secreto, coquetea abiertamente con Emma y hasta participa de las bromas y chismes sobre un supuesto amorío entre Jane y otro hombre. Algo parecido sucede a la señora Weston, la antigua institutriz de Emma, cuyo matrimonio da pie a las acciones de esta novela. Cierto es que pasa a gozar de independencia y otro nivel de vida, al no ser ya una asalariada, pero arrastra el fardo de su condición social anterior. En la escogencia misma que hace el señor Weston se hallan rescoldos de la inferioridad de ella. El narrador señala cómo este hombre había logrado hacerse con los medios suficientes «como para casarse incluso con una mujer con tan poco como la señorita Taylor» y que estas segundas nupcias lo colocan en aquella afortunada situación de elegir, en vez de ser elegido, de suscitar gratitud en lugar de sentirla. Aún más, el hecho de que Frank Churchill posponga repetidamente la visita a su padre y a su nueva esposa se interpreta de forma distinta siendo cual es la procedencia de ella: «Si por sí misma hubiera sido persona influyente [razona George Knightley, defensor del statu quo], seguramente ya hubiera venido, y el que viniera o no, no hubiera sido tan significativo».

Estas dos situaciones confirman la posibilidad de enamorarse de forma dispar y romper con los dictados del matrimonio homogámico, pero también ponen de manifiesto que el control social no se subvierte con facilidad. Hay que pagar un precio.

La loca de la casa

Esta novela deja abiertas las posibilidades de lectura y de desencuentro. Hay quienes la alaban por defender una posición conservadora del orden social y, desde esta perspectiva, les parece muy apropiado que sea una mujer quien la escriba. Desde otras posiciones, también se la rechaza por la misma consideración anterior. Otras lecturas, en cambio, valoran el cuestionamiento que hace del statu quo.

El «experimento social» de Emma parece haber demostrado que en Highbury se impone la corrección política, que la movilidad en términos de clase que la protagonista ha imaginado a través del emparejamiento es solo un intento fallido, que el matrimonio apropiado es aquel donde coinciden los patrimonios, valores y formas de educación similares y que, en el caso de las uniones dispares, el control social se encargará de sancionarlas. Esto es lo que se concluye de la diégesis, de la forma como culminan las diversas tramas que se entretejen en la novela.

Pero no se puede olvidar el papel de la ironía en el tratamiento del matrimonio, por el cual se dejan ver las fisuras morales de las relaciones establecidas. Tampoco se puede obviar la diversidad de voces y visiones de mundo propias de los personajes que intervienen. La «loca» imaginación de Emma ha abierto la posibilidad de ver las relaciones sociales en otros términos, de modo que no se imponga un solo punto de vista, sino que se abran otras perspectivas para considerar ese mundo.

Finalmente me pregunto: ¿Qué mejor manera de hacerle trampas al orden establecido, a las lecturas monolíticas, que deslizar otras posibilidades de vida en la imaginación «desmedida» de la mujer con mayor rango social de la aldea, aunque esta termine, al parecer, respaldando los valores de su clase social?

 

Créditos de ilustraciones

El señor Woodhouse y su hija Emma. Hugh Thomson (1860-1920) (1896). Emma-ch 53 (III-17). Recuperado de

https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Emma-ch53_(III-17).jpg

El señor Elton observa con admiración el retrato que Emma ha pintado. Hugh Thomson (1860-1920) (1896). Emma-ch 06 (I,6). Recuperado de

https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Emma-ch06_(I,6).jpg

El señor Weston socorre a Emma y a la señorita Taylor bajo la lluvia. Hugh Thomson (1860-1920) (1896). Emma-ch 01 (I,1). Recuperado de

https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Emma-ch01_(I,1).jpg

Jane Fairfax y Frank Churchill en el salón de baile. Hugh Thomson (1860-1920) (1896). Emma-ch 38A (III, 2). Recuperado de

https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=44489519

 

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