EMMA: EL AMOR COMO INTERCAMBIO
¿Qué turba el plácido mundo de la guapa, rica, inteligente y
alegre Emma Woodhouse? No se trata de las guerras napoleónicas ni de la miseria
que sufre el pueblo inglés por la crisis política de la época georgiana. A Emma
la afecta el vacío que su institutriz ha dejado en casa al contraer matrimonio.
Y ni siquiera se habla de preocupación, que esta puede mover el ánimo de manera
profunda, sino de una «tristeza moderada», sin ninguna mala conciencia.
¿Cómo un hecho de la vida doméstica puede activar la trama de
esta novela, que se considera la obra cumbre de Jane Austen? ¿Cómo puede juzgarse
importante ‒así lo ha planteado una parte de la crítica‒ un texto que presenta situaciones cotidianas y rutinarias de
unas pocas familias en una aldea, y no se decanta por hechos relevantes de un
determinado momento histórico? Emma da para tanto, porque explora si se
puede subvertir el sistema de relaciones sociales a través del matrimonio, pero
sin ser didáctica. Crea, para ello, un universo complejo de tramas y subtramas,
con personajes muy bien delineados en cuanto a psicología y expresión, entre
los que destacan aquellos que son egoístas, tontos o avaros, lo que le permite
apostarle al humor, en especial a la ironía.
Una diferencia de media milla
Un ejemplo de esos tipos humanos que sirven de base a las
novelas de Jane Austen es el señor Woodhouse. El padre de Emma es un referente
de la vida social en Highbury, porque se trata de uno de los vecinos más
antiguos de esa localidad y, sobre todo (que lo anterior no valdría tanto sin
lo segundo), por su riqueza, que salta a la vista en una propiedad extensa y
una casa elegante. A ese poder económico se suma un carácter bondadoso y hospitalario,
que motiva a sus vecinos a sentirse en deuda con él por sus atenciones. Su necesidad de socializar se expresa, eso sí,
mediante algunos requisitos, pues el señor Woodhouse padece de cierto
egocentrismo y falta de empatía: una exagerada preocupación por su salud y sus
necesidades lo vuelven incapaz de entender que sus obsesiones no son las preocupaciones
habituales del resto de la gente. El casamiento de quien fuera la institutriz de
sus hijas no le cae nada bien, ni teme expresar su profunda convicción de que a la señorita Taylor le
convenía más habitar en una casa tan grande como la suya que una independencia
familiar. El pastel de bodas también le da problemas: «Si su propio estómago no podía soportar nada rico, no podía
creer que hubiera otras personas que fueran diferentes». Por su condición
social y también por la gratitud que le expresan sus vecinos, nadie se atreve a
contradecirlo; solo lo hace John Knightley, el esposo de su hija Isabella y
cuya condición social es tan buena, o mejor, que la suya propia. La sumisión de
su círculo más cercano motiva que el señor Woodhouse nunca salga de su error de
juicio. Tal exageración de rasgos le da un efecto satírico al personaje y a la
condición social que representa, pues toma como objeto a un integrante de la nobleza
rural.
El señor Woodhouse y su hija Emma,
por Hugh Thomson.
Las
dificultades del señor Woodhouse para digerir la decisión de la señorita Taylor
de formar su propia familia, de dejar de ser esa compañía agradable en las
horas de ocio, también las experimenta su otra hija. Ese matrimonio afecta a Emma
sacándola de su zona de confort. Ya no tendrá a mano a la persona discreta,
culta y preocupada por todos los asuntos de la familia (eso se esperaba de una
buena institutriz) con la cual sostenía conversaciones inteligentes y que durante
dieciséis años había velado por su bienestar como una madre. «Emma era consciente de la gran diferencia entre una señora
Weston a solo media milla de ellos y una señorita Taylor en casa» y debe buscar algo que llene su vacío.
El mundo de Emma
La joven Emma ocupa el centro de su propio universo. Pese a
su corta edad y a su concepción de la vida ingenua, superficial y prejuiciada,
sus amistades le tributan respeto y confían en su criterio como si se tratara
de una persona justa y muy experimentada. Al igual que con el señor Woodhouse,
ello obedece a su posición social y al sentir de agradecimiento de sus vecinos
más cercanos. Con excepción de George Knightley, cuñado de su hermana Isabella
y dueño de Donwell Abbey, nadie se atreve a cuestionarla. Ella siempre es
objeto de alabanzas, pese a no perseverar en el cultivo de la lectura ni de sus
aficiones artísticas, destrezas mínimas esperables en una mujer de su
condición. El pasaje donde se describe cómo reaccionan sus amistades ante el
retrato que le hace a su amiga Harriet es bastante ilustrativo sobre este
punto, lo mismo que la reunión en que coincide con Jane Fairfax y a ambas les
toca demostrar sus habilidades al piano, escena que la película de Autumn de
Wilde (2020) recrea con gran sentido del humor.
En ese mundo controlado por Emma, son claros sus afectos: busca el interés, la admiración y la gratitud de sus amistades; desprecia a quienes son ricos, pero no pertenecen a la nobleza rural, como los comerciantes; y no le interesan en absoluto aquellas personas que, siendo de condición humilde, tampoco lo son tanto como para necesitar benefactores.
Un «experimento social»
Para paliar esa tristeza moderada que la invade con la
partida de la señorita Taylor, Emma se propone hacer lo que llamaríamos hoy un «experimento social»,
algo así como: ¿Qué tal si las cosas no fueran como deben ser y pudieran
arreglarse de otra forma?
Con «una mente bien pagada de sus propias
ideas», se considera a sí misma experta en las «buenas relaciones».
Por tal motivo, planea convertir a Harriet Smith, una interna de la escuela de
la señora Goddard cuyo origen familiar se desconoce (asunto por lo demás
perturbador en una sociedad tan estratificada), en una dama juiciosa y de
modales exquisitos, capaz de hacerse con un distinguido caballero como esposo.
Ya ha visto el buen resultado de combinar las vidas de la señorita Taylor y el señor Weston, en lo cual
se atribuye una cuota de participación, y desea confirmar su inteligencia social
haciendo de celestina. Quiere jugar, entonces, a ser la diosa de los cambios favorables
en las vidas de algunas gentes, pero resulta una suerte de espíritu loquillo,
de juicio perdido, que se equivoca todo el tiempo.
El conflicto interno de Emma responde a dos formas de ver las
relaciones de pareja. Una de ellas defiende el matrimonio homogámico, aquella
tendencia a unirse con una persona semejante en términos de estrato social y
nivel educativo, un tipo de enlace que resulta muy favorable para las clases
altas, pues es una manera de conservar el patrimonio, en este caso de la
nobleza rural de la época, dependiente de las rentas generadas por sus tierras.
La otra forma tiene que ver con el emparejamiento más allá del grupo social; en
este punto no interviene tanto la competencia que Emma posee para desenvolverse
en su medio, como su desbordada imaginación; esta le permite pensar en la
posibilidad de que haya una movilidad social que considere el mérito, el
carácter y otros valores no materiales, en vez de tomar en cuenta solo el
patrimonio de las personas. En medio de ello, son constantes los errores de interpretación
y de acción producto, en buena parte, de la imagen sobrevalorada que esta
muchacha posee de sí misma.
La experta en el mercado matrimonial no falla al considerar
que el casamiento sirve para mantener un determinado estatus o, con algo de
suerte, subir en la escala social. Pero se equivoca en la forma de lograr esto
último. Según lo que ella experimenta con Harriet Smith, basta con rodearse de
las personas indicadas, adoptar los modales y gustos de la gentry y,
como tampoco puede reducirse a mero cálculo comercial, enamorarse idealizando
al objeto del amor, con lo cual deja por fuera otros aspectos en los que sería
necesario «invertir» un poco más, como una buena
educación y cierta disciplina.
Ahora bien, si esa persona que busca una mejor posición
social no se halla dentro de su grupo de beneficiarios, su determinismo resulta
inflexible: hay gente, dirá Emma, que no puede ni debe moverse del lugar que
ocupa en la sociedad; su brutalidad y nulo aporte a la exquisitez de la vida
justifican ese estancamiento. Esta forma de pensar refleja, además de la tesis
del matrimonio homogámico, los prejuicios de una sociedad extremadamente
clasista, como se observa en la valoración de Robert Martin, un granjero que
pretende a Harriet: «En Hartfield has tenido muy buenos
ejemplos de hombres bien educados y de buena estirpe [le dice Emma a su pupila]. Me sorprendería que, después de
verlos, pudieras volver a estar en compañía del señor Martin sin percibir en él
a un ser muy inferior, e incluso no asombrarte de que en el pasado pudieras
haber llegado a considerarlo agradable».
Quien mucho en sí confía…
Emma sufre esa falsa percepción de sí mismos que afecta a los
personajes poderosos: su situación privilegiada les impide conocer
verdaderamente lo que pasa en el mundo más allá de sus narices. Se rodea de
personas que sienten gratitud hacia ella, que no osan plantarle cara ni
manifestar el menor desacuerdo, igual como sucede con las amistades de su
padre. En la caída de algunos líderes políticos es posible apreciar esa
dinámica trágica de quienes, movidos por un exceso de confianza en sus capacidades,
sobre todo para interpretar la realidad circundante, y rodeados de un séquito
de incondicionales dispuestos a darles siempre la razón para obtener un beneficio
personal, han caído en graves errores de juicio que les han costado incluso la
vida.
Pero Emma no es un personaje antipático y sus excesos tampoco
darán lugar a ningún desenlace fatal. La «salva» un narrador cuyo tono, si bien es
irónico, no revela hostilidad, como señala Inger Enkvist en Aprender a escribir con Jane Austen y Maud Montgomery. Este narrador se encarga de ponernos al tanto de los
desaciertos de la joven que, unidos a su buen corazón, la vuelven agradable y
hacen posible el matiz cómico del texto.
Cada oveja con su pareja
En esta novela, considerada también de aprendizaje, Emma irá
captando que su lectura de los hechos y de las relaciones entre la gente es
errónea: «Con una vanidad espantosa había creído estar en posesión del
secreto de los sentimientos de todo el mundo, con una arrogancia imperdonable
se había propuesto arreglarles el destino a los demás». Esta expresión, que aparece casi
al final de la obra, deja ver que la protagonista adopta un gesto humilde, y
hasta de vergüenza, respecto de sus intervenciones en la vida social de
Highbury.
Emma aprende que no es posible subvertir el sistema de
relaciones sociales mediante los casamientos. El texto demuestra que, errores y
confusiones de por medio, los enlaces se realizan bajo el criterio del matrimonio
homogámico. Harriet se casa con Robert Martin, en ese mundo intermedio de
personajes que, sin ser pobres, tampoco forman parte de la clase alta. El señor
Elton, quien se descubre como un verdadero patán, encuentra una mujer con una
buena renta que le asegura mejorar su condición social, como era su plan cuando
cortejaba a Emma. Esta última contrae matrimonio con George Knightley, a cuyas
observaciones debe parte de su proceso de maduración; de nuevo se unen las dos
familias de más alcurnia, logrando así que la fortuna y la propiedad de Donwell
Abbey (que también es la fortuna y la propiedad de John Knightley, Isabella y
sus hijos) no se disperse más de lo debido. Hay enamoramientos, probablemente
sí, que eso prende una chispa en el interés narrativo, pero dentro de las
expectativas que permite la condición social de cada quien.
Finalmente, el discurso de «cosas más raras se han visto, y que
parejas más distintas han acabado casándose», que pronuncia Emma ante la
posibilidad ‒que solo ella imagina‒ de que Frank Churchill corresponda a
los sentimientos de Harriet, pasa a ser el de «¿Acaso era nueva en este mundo la
desigualdad, la contradicción, la incongruencia?», dicho a la misma
Harriet, pero esta vez con el convencimiento de que personajes de condición
social tan elevada como George Knightley no pueden estar al alcance de alguien
que no sea de su mismo nivel.
El extraño caso de Jane Fairfax
Ahora bien, ¿cómo se articula, dentro de esta confirmación
del orden social a partir del matrimonio homogámico, la relación entre Jane
Fairfax y Frank Churchill?
Al inicio de la novela, Emma expresa no tener necesidad de
casarse, pues su condición social no la obliga a ello: ha logrado una de las
grandes aspiraciones de su época, la de ser señora de su casa, pero sin haber
contraído matrimonio, pues vive con su padre viudo. Sin embargo, hay un hombre lo
suficientemente deseable que, pese a no conocerlo en persona, la hace
considerar esa posibilidad: Frank Churchill, el hijo del señor Weston y
heredero de la enorme fortuna de los Churchill, la pareja de tíos encargada de
su crianza. «A menudo había pensado […] que si ella llegara a casarse algún
día, él era precisamente la persona adecuada por edad, temperamento y posición». Aunque a su arribo a Highbury Frank coquetea con
Emma, alimentando las esperanzas del señor y la señora Weston, quienes también
valoran su paridad en términos de clase, edad y buen humor, el corazón del muchacho
pertenece a una mujer de condición muy distinta: a la bella, elegante, culta,
talentosa, inteligente y disciplinada Jane Fairfax.
Esta joven mueve, por sí misma, los cimientos del sistema «emmacéntrico». Pese a las expectativas de los
demás de que fuera su mejor amiga por razones de edad, Emma la rechaza. «Por qué no le gustaba Jane Fairfax era una pregunta de
difícil respuesta; el señor Knightley le había dicho una vez que era porque
veía en aquélla a la mujer perfecta que le gustaría que los demás la
considerasen a ella». Lo cierto es que Emma queda muy
mal parada ante Jane, quien ha sabido sacar provecho de las oportunidades que le
ofrecieron los Campbell, su familia de acogida tras la muerte de sus padres,
razón por la cual los elogios que recibe son auténticos, no los motiva ningún
cálculo social, aunque sí algo de conmiseración, porque la pobre de Jane es
pobre y, lo que es aún peor, sobre ella se cierne un futuro aciago: convertirse
en maestra.
Jane Fairfax y Frank Churchill en el
salón de baile.
El ineludible control social
La relación entre Jane y Frank pone en primer plano el
enamoramiento como ese río prohibido de la transgresión de que habla el sociólogo Francesco
Alberoni: la complicidad entre los amantes, el leerse y captarse las
intenciones sin hacerlas explícitas, el placer de la discreción que encubre el
secreto. Su posterior matrimonio, lo mismo que el del señor Weston y la
señorita Taylor, evidencia la posibilidad de romper los dictados de la
homogamia.
Sin embargo, las acciones y el decir de los personajes dejan
ver que no es tarea fácil. La bondad de Jane es puesta a prueba por Frank
Churchill quien, haciendo uso de la «licencia» que le confiere su compromiso secreto, coquetea abiertamente
con Emma y hasta participa de las bromas y chismes sobre un supuesto amorío
entre Jane y otro hombre. Algo parecido sucede a la señora Weston, la antigua institutriz
de Emma, cuyo matrimonio da pie a las acciones de esta novela. Cierto es que pasa
a gozar de independencia y otro nivel de vida, al no ser ya una asalariada,
pero arrastra el fardo de su condición social anterior. En la escogencia misma
que hace el señor Weston se hallan rescoldos de la inferioridad de ella. El
narrador señala cómo este hombre había logrado hacerse con los medios
suficientes «como para casarse incluso con una mujer con tan poco como la
señorita Taylor» y que estas segundas nupcias
lo colocan en aquella afortunada situación de elegir, en vez de ser elegido, de
suscitar gratitud en lugar de sentirla. Aún más, el hecho de que Frank
Churchill posponga repetidamente la visita a su padre y a su nueva esposa se
interpreta de forma distinta siendo cual es la procedencia de ella: «Si por sí misma hubiera sido persona influyente [razona George Knightley, defensor del statu quo], seguramente ya hubiera venido, y el que viniera o no, no
hubiera sido tan significativo».
Estas dos situaciones confirman la posibilidad de enamorarse
de forma dispar y romper con los dictados del matrimonio homogámico, pero también
ponen de manifiesto que el control social no se subvierte con facilidad. Hay
que pagar un precio.
La loca de la casa
Esta novela deja abiertas las posibilidades de lectura y de
desencuentro. Hay quienes la alaban por defender una posición conservadora del
orden social y, desde esta perspectiva, les parece muy apropiado que sea una
mujer quien la escriba. Desde otras posiciones, también se la rechaza por la
misma consideración anterior. Otras lecturas, en cambio, valoran el
cuestionamiento que hace del statu quo.
El «experimento social» de Emma parece haber demostrado que en Highbury se impone la
corrección política, que la movilidad en términos de clase que la protagonista
ha imaginado a través del emparejamiento es solo un intento fallido, que el
matrimonio apropiado es aquel donde coinciden los patrimonios, valores y formas
de educación similares y que, en el caso de las uniones dispares, el control
social se encargará de sancionarlas. Esto es lo que se concluye de la diégesis,
de la forma como culminan las diversas tramas que se entretejen en la novela.
Pero no se puede olvidar el papel de la ironía en el
tratamiento del matrimonio, por el cual se dejan ver las fisuras morales de las
relaciones establecidas. Tampoco se puede obviar la diversidad de voces y
visiones de mundo propias de los personajes que intervienen. La «loca» imaginación de Emma ha abierto la
posibilidad de ver las relaciones sociales en otros términos, de modo que no se
imponga un solo punto de vista, sino que se abran otras perspectivas para
considerar ese mundo.
Finalmente me pregunto: ¿Qué mejor manera de hacerle trampas
al orden establecido, a las lecturas monolíticas, que deslizar otras
posibilidades de vida en la imaginación «desmedida» de la mujer con mayor rango social de la aldea, aunque esta
termine, al parecer, respaldando los valores de su clase social?
Créditos de ilustraciones
El señor Woodhouse y su hija Emma. Hugh Thomson (1860-1920) (1896). Emma-ch 53 (III-17). Recuperado de
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Emma-ch53_(III-17).jpg
El señor Elton observa con admiración el retrato que Emma ha pintado. Hugh Thomson (1860-1920) (1896). Emma-ch 06 (I,6). Recuperado de
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Emma-ch06_(I,6).jpg
El señor Weston socorre a Emma y a la señorita Taylor bajo la lluvia. Hugh Thomson (1860-1920) (1896). Emma-ch 01 (I,1). Recuperado de
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Emma-ch01_(I,1).jpg
Jane Fairfax y Frank Churchill en el salón de baile. Hugh Thomson (1860-1920) (1896). Emma-ch 38A (III, 2). Recuperado de
https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=44489519